Libro Calvo, libro caro
23/09/2004   Lecturas: 13.160

Publio

No hace muchos días la Ministra ¿de Cultura? y su entrono nos anunciaban, a bombo y platillo, la vuelta de los precios únicos para los libros: otro de los zombis de los socialistas que, cada vez que agarran el gobierno, se alza de su tumba para evitar que las personas normales, aquellos que no pertenecemos a su ampuloso mundo de la cultura, podamos comprar libros a precios competitivos. Esto es como la conocida canción brasileña: ... madame quiere acabar con samba, no les va el baile, salvo el que va a su son.

Aquellos que hemos conocido el franquismo lo suficiente –yo nací a principios de los sesenta- vivimos en una España que carecía aún de muchas cosas. La dieta no era buena –no sé si por eso éramos más bajitos y más delgados, los gorditos era especie rara en el colegio-, la ropa era muy cara para los ingresos de un trabajador normal y había que aprovecharla de unos hermanos a otros, entre familiares, y hasta entre vecinos o conocidos. Marchábamos con lo justo. Era una España más ecológica que ésta, pero era un ecologismo a la fuerza: se cobraban y devolvían los cascos de las bebidas (que no sobraban), se llevaban unas hueveras de plástico a la pollería, y el azúcar u otros productos se dispensaban con balanza, y se guardaban en envoltorios de papel de estraza que, luego, se aprovechaban... ¡qué se yo cuantas cosas más formaban parte de esa vida exenta de equipaje!

Eramos pobres pero honrados, se decía entonces, aunque, por parafrasear a Cándida, madre de mi amigo Ricardo: somos pobres, pero para jabón hay. No sé si éstos eran tópicos pero, si lo eran, constituían toda una filosofía de la existencia: no sobraban, por no decir que no había, los juguetes, ni los dulces, ni la ropa... Pero, para jabón y para libros había. Esa era la única herencia que a la postre podían dejarnos nuestros padres. Y nos lo dejaban bien claro. Seríamos pobres, pero para libros –aunque pocos- había.

¡Qué emoción cuando entraba con mi padre en la librería Dossat de la plaza de Santa Ana de Madrid y Don Justo nos sacaba algún libro de Mecánica Racional, o Geometría Aplicada, o Resistencia de Materiales, o... a buen precio! ¿Y cuando íbamos los domingos a la cuesta de Claudio Moyano a ver libros, sobre todo de segunda mano? ¿Y cuando entrábamos en Rubiños -en Alcalá semiesquina a Goya- y Constantino nos daba a ver los libros de ingeniería, matemáticas o geometría de la MIR-Moscú? ¡Aquellos si que eran buenos libros y a qué precio! Qué buenos contenidos los de aquellos científicos soviéticos (Piskunov, Artobolevski...) ¿Y los cuentos completos de los hermanos Grimm, Andersen o Hoffman que compramos en la editorial Labor en Alcalá cabe a la Plaza de Roma? Eramos pobres pero... para libros había.

Quizás por la dificultad que había en obtenerlos, guardo un amor profundo a los libros y siento ahora esta real emoción cuando se lo cuento y cuando, mirando a mi alrededor, me siento rodeado y protegido por mis libros. Ahora que hay pleiesteisions a discreción, canalespluses subvencionados, que no faltan nunca ropajes realmadrides y futbolclubbarcelonas, u otros, que caen por doquier opíparas cenas (tráiganos una botella del mejor champán que haiga), vacaciones halconesviajes, que nos desbordan objetos corteingleses, que tenemos más motorolas de cientos de euros la unidad que nadie; que los niños van con riñoneras henchidas de chuches y barrigas rebosantes de mirindas, petitsuisses y nocillas. Ahora, digo, que hay para todo, no sabemos de dónde obtener el dinero para los libros, porque, nos dice la izquierda mitinera -los protectores de los intereses del Señor Cogecable-, que para libros no hay y que deben ser gratuitos, esto es, que debemos pagar todos aquellos que consuman unos cuantos y produzcan, para enriquecerse, unos pocos –los mismos que cada mañana pueden demolernos con una editorial escrita de cualquier periódico influyente, o hablada de cualquier radio influyente-. La izquierda tiene un curioso concepto de gratuito...

Somos ricos pero... para libros no hay. Tal vez, ni para jabón. Ese debería ser nuestro lema de hoy.

Pero ¿Puede tener amor al libro quien desconoce lo que costó obtenerlo?